En una sociedad que glorifica la juventud, hablar de la vejez suele asociarse con pérdida, enfermedad y retiro. Sin embargo, quienes hemos alcanzado la etapa de adulto mayor sabemos que también puede ser un periodo de plenitud, libertad y sabiduría. Como casi todo en la existencia humana, envejecer tiene ventajas y desventajas que vale la pena mirar de frente, sin edulcorantes y sin pesimismo.
Entre las ventajas, la primera es la perspectiva. Los años vividos permiten observar los acontecimientos con serenidad. Lo que para un joven es un drama, para un adulto mayor suele ser solo una dificultad pasajera. La experiencia acumulada ayuda a relativizar los problemas, a tomar decisiones con más calma y a valorar lo esencial: la salud, la familia, la amistad, la tranquilidad interior.
Otra ventaja es la libertad. Muchos adultos mayores ya cumplieron compromisos laborales y familiares muy exigentes. Han criado hijos, pagado deudas, levantado proyectos. Esa etapa, aunque hermosa, también es desgastante. Al llegar la madurez, se abre un espacio para ocuparse de uno mismo: leer, caminar, aprender algo nuevo, compartir más tiempo con los nietos y los amigos.
A ello se suma una riqueza afectiva que solo dan los años. Las pérdidas y las alegrías, los errores y los aciertos, afinan la capacidad de comprender al otro. Un adulto mayor que ha hecho las paces consigo mismo suele ser más paciente, más tolerante y más compasivo.
Pero la otra cara de la moneda también existe. Una de las desventajas más duras es el deterioro físico. El cuerpo ya no responde igual: aparecen enfermedades crónicas, limitaciones de movilidad, dependencia de medicamentos. Actividades que antes se hacían sin pensar ahora requieren planificación y esfuerzo. Esta realidad genera frustración y tristeza, sobre todo en quienes se resisten a aceptar el paso del tiempo.
También está el riesgo de la soledad. Muchos adultos mayores ven partir a amigos, compañeros de trabajo e incluso a su propia pareja. Los hijos, absorbidos por sus responsabilidades, muchas veces carecen de tiempo para dedicárselo a sus padres. Cuando la sociedad no ofrece espacios de participación, el adulto mayor corre el peligro de convertirse en un «sobrante social», alguien a quien se visita en fechas especiales, pero que el resto del año vive en largos silencios.
A esto se suma, en no pocos casos, la inseguridad económica: pensiones insuficientes, ahorros que no alcanzan, servicios de salud costosos y otros obstáculos que convierten la vejez en una carrera de resistencia.
Pese a todo, envejecer no debería verse como una tragedia, sino como una conquista. Significa haber sobrevivido a muchas pruebas, haber acumulado historias, haber tenido la oportunidad de amar y ser amado. La clave está en dos responsabilidades compartidas: la del propio adulto mayor, que debe cuidarse, mantenerse activo y abierto al cambio; y la de la sociedad, que está obligada a respetar, incluir y proteger a quienes han aportado durante décadas.
Llegar a ser adulto mayor es, al mismo tiempo, un desafío y un privilegio. Una etapa donde, si se conjugan dignidad, apoyo familiar, políticas públicas adecuadas y una actitud positiva, los años no se cuentan en arrugas, sino en la calidad con que se viven. La pregunta no es cuántos años tenemos, sino qué haremos con los años que nos quedan.
